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Si no escuchan…

Imagen generada con IA

Jesús dijo a los fariseos: “Había un hombre rico que se vestía de púrpura y lino finísimo y cada día hacía espléndidos banquetes. A su puerta, cubierto de llagas, yacía un pobre llamado Lázaro, que ansiaba saciarse con lo que caía de la mesa del rico; y hasta los perros iban a lamer sus llagas. El pobre murió y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham. El rico también murió y fue sepultado. En la morada de los muertos, en medio de los tormentos, levantó los ojos y vio de lejos a Abraham, y a Lázaro junto a él. Entonces exclamó: ‘Padre Abraham, ten piedad de mí y envía a Lázaro para que moje la punta de su dedo en el agua y refresque mi lengua, porque estas llamas me atormentan’. ‘Hijo mío, respondió Abraham, recuerda que has recibido tus bienes en vida y Lázaro, en cambio, recibió males; ahora él encuentra aquí su consuelo, y tú, el tormento. Además, entre ustedes y nosotros se abre un gran abismo. De manera que los que quieren pasar de aquí hasta allí no pueden hacerlo, y tampoco se puede pasar de allí hasta aquí’. El rico contestó: ‘Te ruego entonces, padre, que envíes a Lázaro a la casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos: que él los prevenga, no sea que ellos también caigan en este lugar de tormento’. Abraham respondió: ‘Tienen a Moisés y a los Profetas; que los escuchen’. ‘No, padre Abraham, insistió el rico. Pero si alguno de los muertos va a verlos, se arrepentirán’. Pero Abraham respondió: ‘Si no escuchan a Moisés y a los Profetas, aunque resucite alguno de entre los muertos, tampoco se convencerán'”.

Lc 16,19-31


El Evangelio nos presenta otra de las discusiones de Jesús con los fariseos que, como siempre, tiene importantes enseñanzas para quienes la escuchamos dos mil años después. Nuevamente el Señor intenta provocar una reflexión utilizando una parábola. Observemos que es muy diferente la actitud de los fariseos y la del Maestro. Ellos quieren discutir con Jesús y triunfar en esas discusiones, utilizando la lógica, y apoyándose en sus conocimientos, pretenden que Jesús acepte sus argumentos y reconozca que ellos tienen razón. En cambio a Jesús no le interesa ganar discusiones ni convencerlos, solo procura que ellos descubran por sí mismos algo que aún no saben. Por eso les habla en parábolas, para que puedan llegar por sí mismos a sus propias conclusiones.

A esos especialistas en la ley, que no escuchan lo que Jesús les dice, él les cuenta una parábola que habla de un hombre muy rico y otro muy pobre, tan pobre que padecía hambre y “ansiaba saciarse con lo que caía de la mesa del rico”. El rico no tiene nombre, el pobre sí, se llama Lázaro. El que no tiene nombre vive rodeado de lujos y el otro en la más extrema pobreza. Todo parece indicar que Jesús se refiere solamente a las injusticias sociales, a la importancia de apiadarse de quien padece necesidades; pero, como sucede en casi todas las parábolas, en el momento final el relato da un giro inesperado.

Probablemente a aquellos hombres muy instruidos les debe de haber molestado que Jesús se dirigiera a ellos hablándoles a través de un relato tan simple. Como si se tratara de un cuento para niños el Señor les presenta una historia bastante obvia en la cual es muy fácil de reconocer quién es “el bueno” y quien es “el malo”. La conclusión del argumento es más simple aún: si no quieres ser castigado debes compartir tus bienes con los pobres. En esa parábola no se dice nada que los fariseos no supieran muy bien y que incluso podían explicar mejor, con más detalles y con algunas citas bíblicas o de las leyes judías. ¿Qué pretende Jesús con ese cuento que parece infantil y que lleva a una conclusión tan evidente?

La sorpresa está reservada para el final. Cuando al rico se le niega la ayuda que pide, entonces ya no pide nada para sí mismo sino que implora que el pobre vaya a la casa de su familia para avisar lo que les espera y de esa manera evitarles aquel dolor. En ese momento aparece la novedad, cuando se le dice al rico: “tienen a Moisés y a los Profetas; que los escuchen”. Jesús les está hablando así a especialistas en escuchar “a Moisés y a los Profetas” que seguramente en ese momento comenzaron a atender de otra manera aquel cuento un poco “infantil”.

La situación se hace dramática cuando el rico dice que no, que eso no lo van a escuchar. Repentinamente ya no se está hablando de ricos y pobres sino de escuchar o no escuchar. A los que se dedicaban a escuchar “a Moisés y a los Profetas” (y que ademas eran muy ricos), se les dice que la tragedia de aquel rico era que no podía escuchar, que su insensibilidad ante la pobreza de Lázaro tenía su raíz en una incapacidad para escuchar ¡y que esa incapacidad había sido causada por su riqueza! Pero Jesús no se detiene ahí y, por si quedaba alguna duda, hace insistir al personaje del condenado que dice que “si alguno de los muertos va a verlos, se arrepentirán”. No, tampoco escucharán, porque no pueden escuchar a causa de sus riquezas.

El final de la parábola no deja escapatoria a los fariseos que se niegan a escuchar a Jesús: “Si no escuchan a Moisés y a los Profetas, aunque resucite alguno de entre los muertos, tampoco escucharán”. ¡La tragedia es que ellos tampoco quieren a escuchar! ¡Que en ese mismo momento que están hablando con Jesús no quieren escuchar! Están completamente encerrados en sí mismos. Eso es el infierno. El infierno no es un sitio con fuego, diablos y tridentes sino el lugar en el que se encuentra ese hombre sin nombre que representa a todos los que no quieren escuchar. Poco después Jesús resucitará y muchos seguirán (¿seguiremos?) sin abrir nuestro corazón a sus palabras.

En nuestro siglo XXI, en nuestro mundo hiperconectado en el que aprendemos día a día a no escuchar nada más que lo que queremos oír, esta parábola tiene una inmensa actualidad. La sociedad contemporánea ha creado lo que podríamos llamar una “cultura del ruido” que obstaculiza sistemáticamente nuestra capacidad de percibir la voz suave de Dios. El Papa Francisco ha identificado este fenómeno como uno de los principales impedimentos para la vida espiritual, señalando que “muchas veces nuestros propios modos de vida están llenos de ruido”. Esta saturación auditiva incluye la constante estimulación de dispositivos electrónicos, redes sociales y medios de comunicación. Los estudios sobre comunicación identifican el ruido como una barrera que impide la transmisión de mensajes, y esto se aplica también a la comunicación con Dios.

Más profunda que la contaminación acústica externa es lo que San Agustín denominaba la necesidad del “Gran Silencio” interior. Nuestro mundo interno está frecuentemente poblado por lo que los especialistas en espiritualidad llaman “el ruido de los mil pensamientos“: ideologías, opiniones, preocupaciones, ansiedades, planes, recuerdos y deseos que compiten por nuestra atención. ¿Será esa actualmente la “riqueza” que nos hace incapaces de escuchar?




2 pensamientos en “Si no escuchan…”

  1. Nunca había pensado este relato desde “ese lugar”. Siempre lo tomé como una simple moralina.
    Bueno, ahora tengo más argumento para seguir cultivando el silencio.
    Ese tan esquivo…

    Gracias!!!!

    Abrazo Jefe

  2. Es cierto, no queremos escuchar aquello que nos puede incomodar. Sin embargo esa escucha nos puede hacer crecer y de algún modo, renovar el pequeño mundo en el que nos movemos. Gracias padre Jorge!

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