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Cruz

En aquel tiempo, dijo Jesús a Nicodemo:

Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre.

De la misma manera que Moisés levantó en alto la serpiente en el desierto, también es necesario que el Hijo del hombre sea levantado en alto, para que todos los que creen en él tengan Vida eterna. Sí, Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna.

Porque Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él, no es condenado; el que no cree, ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios. En esto consiste el juicio: la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz, porque sus obras eran malas. Todo el que obra mal odia la luz y no se acerca a ella, por temor de que sus obras sean descubiertas. En cambio, el que obra conforme a la verdad se acerca a la luz, para que se ponga de manifiesto que sus obras han sido hechas en Dios.

Jn 3, 13-21


En este texto Jesús anuncia que será “levantado en alto”, como levantó Moisés la serpiente en el desierto. Se refiere al tiempo en el que los judíos eran atacados por serpientes venenosas y “Moisés hizo una serpiente de bronce y la puso sobre un palo. Y cuando alguien era mordido por una serpiente, miraba hacia la serpiente de bronce y quedaba curado. (Num. 21,9)  La curación se lograba mirando la serpiente transformada en un objeto valioso (de bronce).

Mirar con fe el crucifijo es ver la muerte transformada en un símbolo de vida, es mucho más que recordar algo ocurrido en el pasado, es dejar entrar a ese acontecimiento en nuestra vida como una fuerza que la transforma, que le da a nuestra vida una nueva dimensión. ¿Cómo sería nuestra vida sin ese recuerdo? ¿Cómo sería nuestra vida si Jesús no hubiera muerto y resucitado? Recordamos un momento del pasado que transforma nuestra vida en el presente.

Las cruces de nuestras iglesias y de nuestras casas, o las cruces que llevamos colgadas del cuello o en alguna prenda de vestir, no son adornos ni amuletos, son el recordatorio del momento que cambió la historia de la humanidad y la vida de cada uno de nosotros. Son una invitación a mirar con fe al crucificado y a mirar con fe todos los dolores que nos rodean o que habitan en nuestros corazones. Todo es transformado mirando al crucificado, en él recordamos que la muerte y el dolor no tienen la última palabra.

Ese signo identifica a los cristianos y transforma el mundo porque está acompañado por la fe en la resurrección de Jesús, una fe que nos recuerda un acontecimiento que tampoco pertenece al pasado sino que es una realidad presente. Esas cruces son una invitación a contar con nuestra vida aquella historia hasta completarla, contar que ese que está en la cruz ahora está vivo en nuestras comunidades, en nosotros mismos y en todos los que hacen el bien.

El signo completo es el crucifijo acompañado por la fe de la comunidad, el signo es el crucifijo rodeado de una comunidad que celebra su fe en la resurrección de aquel que está ahí clavado; eso hace que nuestra vida sea diferente, ese es el signo que da vida eterna porque nos recuerda que “Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera”; que nos recuerda que “Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él”.

Dios amó tanto al mundo” ¿Por qué, qué ve Dios en el mundo para amarlo así? Sabiendo como sabemos de todo el mal que hay en el mundo es lógico preguntarse por qué, por qué Dios ama este mundo. Para respondernos podemos mirar nuestra propia vida, nuestra manera de amar: cuando amamos no lo hacemos por lo que el otro hace o deja de hacer, sino por lo que él es. Todos tenemos la experiencia de amar a alguien más allá de sus limitaciones. Todos esperamos ser amados a pesar de nuestras limitaciones. El amor hacia alguien no nace del cálculo; no brota cuando la lista de cosas buenas es más larga que la lista de cosas malas. Amamos a las personas como son y como somos. En el amor las debilidades y las limitaciones de cada uno se comparten y se superan. En el auténtico amor nos aceptamos y nos sostenemos unos a otros sin hacernos cómplices de nuestros errores sino ayudándonos a superarlos.

Dios mira el mundo y no se engaña, conoce todo lo bueno y lo malo que hay en él ¡y lo ama! Así como es. Dios ama el mundo, nos ama, más allá de nuestras virtudes o pecados; nos ama por lo que somos. Él nos crea por amor y sostiene nuestra vida por amor. Si logramos mirar como él mira podremos también nosotros amar como él ama.

Dios nos ama incondicionalmente y, a la vez, sin complicidades. Nos dice lo que nos hace mal y nos invita a luchar contra todo el mal que hay en nosotros, en la sociedad, en la cultura. Amar sin condiciones es aceptar al otro tal como es, es decir, con toda su capacidad de ser mejor, de superarse, de crecer. Esa capacidad forma parte de lo que él es, es lo más amable que el otro tiene. Y es también lo mejor de nosotros mismos.

En este texto se habla del bien y el mal de manera muy simple y directa, recordando una experiencia que nos acompaña desde la niñez: cuando hacemos algo malo nos escondemos, cuando hacemos algo bueno queremos mostrarlo. “Todo el que obra mal odia la luz y no se acerca a ella, por temor de que sus obras sean descubiertas. En cambio, el que obra conforme a la verdad se acerca a la luz, para que se ponga de manifiesto que sus obras han sido hechas en Dios.”

El Señor es la luz. Él está siempre y sin condiciones. Los que vamos y venimos, nos acercamos o alejamos somos nosotros. No deja de amarnos cuando nuestras obras nos llevan lejos; nos ama, su luz siempre está cerca, (“por tu luz vemos la luz” Salmo 36), él conoce lo mejor de nosotros: nuestra capacidad de crecer y cambiar.




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